Laia, S. Interpretación herética y acontecimiento de cuerpo en las psicosis

INTERPRETACIÓN  HERÉTICA Y ACONTECIMENTO DE CUERPO EN LAS PSICOSIS 

SÉRGIO LAIA 

Psicoanalista, Analista Miembro de la Escuela (AME) por la Escuela Brasileña de psicoanálisis (EBP) y por la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) 

laia.bhe@terra.com.br




Resumen: El inconsciente es intérprete y, al interpretar, cifra nuevamente haciendo infinita la actividad interpretativa. Frente a ese exceso interpretativo del inconsciente que se impone en las psicosis como en las neurosis — aunque, en estas últimas, de forma más velada y sutil — este texto, siguiendo las formulaciones de Lacan y Miller, argumenta que interpretar analíticamente es hacer frente a ese trabajo interpretativo sin fin propio del inconsciente, de modo que la interpretación analítica dé la vuelta a esa interpretación infinita del inconsciente. La herejía en cuestión es sustentar la interpretación en la contracorriente del inconsciente cuando la concepción que, en general, se tiene de la actividad analítica es que interpreta el inconsciente, o incluso, en la clínica de las psicosis, que no se debe interpretar. También en esa perspectiva herética, este texto apunta a una dirección posible al tratamiento de las psicosis: encontrar o incluso montar, con cada psicótico, otros enredos posibles, en los cuales algún efecto-sujeto se procese, con alguna conjugación del cuerpo.

Palabras claves: Inconsciente; interpretación; herejía.

Interpretación herética y acontecimiento de cuerpo en las psicosis

Sérgio Laia

Considero muy afortunada la elección, realizada por el Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Psicosis del Instituto de Psicoanálisis y Salud Mental de Minas Generales (IPSM-MG), de la expresión “interpretación herética” para abordar lo que hacemos, gracias al psicoanálisis de orientación lacaniana, en la clínica con los psicóticos. 

Tomando como referencia las formulaciones de Miller (1996, p. 12) de que “el inconsciente interpreta, y quiere ser interpretado” y de que “interpretar es descifrar” tanto como “descifrar es cifrar de nuevo”, verificamos como los psicóticos pueden sostener con una gran intensidad la actividad interpretativa. Al final, por más que los enigmas sean descifrados, insiste siempre una cifra oscura, relativa a lo que el psicoanálisis lacaniano llama goce y que, por ser contraria al sentido, no deja de exigir más interpretación, afectando desmedidamente los cuerpos de los psicóticos que, perplejos, son asolados por una angustia insoportable. 

Frente a ese exceso interpretativo del inconsciente impuesto sin obstáculos en las psicosis o, de modo más velado y sutil, también en las neurosis y perversiones, Miller (1996, p. 13) nos propone que interpretar analíticamente es hacer frente al trabajo interpretativo interminable propio del inconsciente, de modo que “la interpretación propiamente analítica… funcione a la contra del inconsciente”. Por tanto, ya es una herejía sustentar la interpretación en la contracorriente del inconsciente cuando la concepción que en general se tiene de la actividad analítica es que ésta lo interpreta, y esa herejía resalta todavía más al contrariar otra doxa, o sea, otra opinión (también genérica y consolidada en los medios psicoanalíticos), de que no se debe interpretar a los psicóticos.

Sabemos que herejía no indica solamente lo que se coloca contra una tendencia, un standard (patrón) o mismo un orden o una norma. Conforme lo subrayaran Laurent (2011) y Miller (2017/2018), en dos ocasiones distintas, pero siempre valiéndose de la lectura de Joyce por Lacan (1975-1976/2007, p. 16), herejía designa una elección, y una elección inaudita, pues nos remite a lo que los griegos llamaban de hairesis . En otro texto, ya tuve oportunidad de tematizar la interpretación como la herejía del analista (LAIA, 2019) a partir de la constatación de que, en el mundo del amo contemporáneo, el síntoma, cada vez más refractario al sentido, exige de los analistas “intervenciones capaces de incidir sobre el goce y no apenas sobre el sentido”, aproximando la interpretación más a “de un hacer que de un saber”, y de un hacer que “actualiza, cada vez”, para el analista, “su elección por lo real” (SOUTO, 2018) como el que, sin ley, se impone en la dirección opuesta  al sentido. 


Batalla de objetos a

En la clínica de las psicosis, la herejía de la interpretación analítica, a mi parecer, se eleva a una potencia superior porque, por un lado, la forclusión — resaltando en los psicóticos la anulación simbólica de un significante fundamental, guía (el Nombre-del-Padre), y del significante del goce (el Falo) — ya marca la elección herética por el real del goce que les toma oscura e enigmáticamente los cuerpos, pero, por otro lado, esa elección presentada en las psicosis no coincide punto por punto con la elección por lo real, también herética, sustentada por un analista.

Suelo decir, a partir de mi clínica con los psicóticos, que peleamos con ellos una especie de batalla, un duelo de Titanes o, evocando un juguete infantil que tenía bastante éxito entre los niños en los años 90 del siglo pasado y para el cual un chico psicótico que atendía siempre me convocaba al inicio de cada sesión, el tratamiento psicoanalítico de las psicosis se hace como en un “estadio de blades”: cada uno lanza contra el otro su blade, su elección por lo real, y el desafío es verificar cual choque de un blade con otro va a hacer a uno de ellos parar de girar. Tomaba los blades, en ese caso que atendí, como una especie de forma del objeto a difundida por la proliferante industria de juguetes infantiles y de la cual me valí, a lo largo de muchas sesiones, para acoger a ese niño psicótico que tendía a rechazar todo y a todos, pero que me dejaba entrar en su arena de disputa entre blades.

Todavía en el contexto de esa confrontación entre las elecciones (heréticas) de los psicóticos y las elecciones (también heréticas) de los analistas por lo que se desliza del sentido, considero importante recordar que, por un lado, según Lacan (1967, p 24), “los hombres libres, los verdaderos, son precisamente los locos” porque —a diferencia de los neuróticos — no anhelan el objeto a “en el lugar del Otro” por  encontrarlo “a su disposición”, por tener “su causa en su bolsillo” en cuanto que nosotros, analistas, por otro lado, nos valemos de un discurso que, en el lugar del agente, presenta el objeto a como causa del deseo (LACAN, 1969-1970/1991, p. 43, 47-48): 

a —> $

S2     S1


En cuanto a los psicóticos, llevar el objeto a en el bolsillo implica, conforme a las expresiones francesas dans la poche o dans sa poche, tenerlo con facilidad, poseerlo de un modo definitivo, asegurado, teniéndolo a disposición, incluso, en el sentido de dominarlo o, como decimos en español, “tenerlo a mano”. Pero ese dominio del objeto a, aunque da a los psicóticos la libertad de no anhelar o demandar tal objeto al Otro (como les pasa a los neuróticos), no los deja propiamente en paz. 

Al final, para los psicóticos, esa posesión del objeto a, aunque lo configure como una especie de propiedad particular, no los resguarda de modo alguno de su dimensión arrebatadora y perturbadora. Tal posesión llega mismo a asolarlos con la identificación con el desecho, ostentada por muchos psicóticos contra todo y contra todos, inclusive contra sí mismos, porque no siempre ellos tienen una relación con el cuerpo capaz de convertirlos, como en las neurosis, en adoradores del propio cuerpo, ciertamente mas cuidadosos consigo y con lo que les  golpea los cuerpos. 

Por eso, Lacan (1967) lee, como psicoanalista, la Historia de la locura, escrita por Foucault, resaltando cuanto la segregación de los psicóticos en los manicomios (que, sobre todo en el pasado, se situaban fuera de las ciudades) es una especie de defensa frente a la angustia que ellos nos provocan. 

En otros términos, por cargar el objeto a en el bolsillo, los psicóticos nos provocan angustia, son excluidos del convivio con los otros y hay toda una tendencia a no  ser soportados. Aunque esa segregación manicomial no tenga más la misma virulencia de otros tiempos, ella insiste como un estigma indeleble al punto de que, actualmente, se volvió hasta prestigioso afirmar “soy TDH”, “soy bipolar” “soy Asperger” o “soy trans”, pero esa potencia afirmativa (con el sentido activista que ese adjetivo ganó) no hace a alguien declararse tan enfática y orgullosamente “soy psicótico”. Históricamente, aunque el propio Foucault (1961/1972) tenga vacilado, en algunos pasajes, en afirmarlo, como hago yo aquí, los analistas y, sobre todo, yo diría, los analistas guiados por la orientación lacaniana de no retroceder ante la psicosis, se diferencian porque están orientados para dar lugar (o sea, no segregar) a los psicóticos y enfrentar la angustia que, al modo de la mirada de la Medusa, esos pacientes imponen al mundo. Me parece importante todavía agregar que, en la batalla de blades que jugamos con los psicóticos, no se trata propiamente de ostentar, como Perseu contra la Medusa, un escudo a modo de espejo para cortar la cabeza de aquellos cuya mirada puede angustiar hasta petrificar, inmovilizar, dejar en un estado en el cual parece no haber nada que hacer. Nuestro desafío — ante el objeto a que el psicótico trae en su bolsillo — es presentarle el objeto a que se encuentra en el lugar del agente en el discurso analítico, pero como en una batalla de blades: para desacelerar el giro interpretativo en el cuál muchas veces los psicóticos se hacen ahogar, asfixiar, caer, abandonar, ser evitados y segregados.

Así, si, en las psicosis, encontramos una identificación al objeto a, ese mismo objeto, para el analista, no tiene una función identificatoria. El analista hace uso de ese objeto incluso porque su análisis personal y las supervisiones le sirven de instrumentos decisivos para, en su acción, ir más allá de las identificaciones. 

En ese contexto, vale citar otra formulación de Miller (2010, p. 13) y en la cual él aplica, a los analistas, la operación que el poeta Paul Valéry concibió como “salvación por los desechos”: “lo que salva” a los analistas “es haber conseguido hacer de su posición de desecho el principio de un nuevo discurso”, o sea, colocar el a como agente de un discurso y no como referencia identificatoria. Ese hecho se da porque los analistas consiguieron “sublimar bastante su decadencia para elevarla a la dignidad de una práctica, esto es, de un objeto de cambio” (MILLER, 2010, p. 13) — somos, como analistas, incluso pagados para ejercer lo que ejercemos. 

Sin embargo, la acción analítica tampoco se reduce a ese proceso sublimatorio porque, por ejemplo, mismo siendo pagados para sustentar una práctica a partir de la posición de desecho, mismo insertados en el circuito comercial del cambio y de la prestación de servicios, nos es decisivo continuar “sin documentos” (Ibid.), es decir, sin, por ejemplo, un reconocimiento oficial de nuestro trabajo por un Consejo Profesional o por alguna ley promulgada por el Estado. 

La posición del analista como desecho, como objeto a que está como agente en un discurso, implica también mantener “lo que, del goce, permanece insociable” (Ibid., p. 15). Luego, si “el discurso hace función de lazo social” (LACAN, 1972/1978, p. 51), los analistas osan promover un discurso y, al mismo tiempo, vigilar por la dimensión insociable del goce. A su vez, al llevar en el bolsillo el objeto a, los psicóticos también testimonian sobre como el goce es insociable, pero, en la medida en que ese embarazo del objeto a tiene para ellos un alcance identificatorio, Lacan (1972/2001, p. 490) les atribuye la libertad perturbadora y angustiante de encontrarse “fuera del discurso”. Por tanto, no es sin razón que el psicoanálisis pueda interesar a algunos psicóticos hasta el punto de ellos también querer hacer de él una práctica: el psicoanálisis aloja lo que hay de sin lazo en el goce y, al mismo tiempo, da lugar a un discurso, esto es, a lo que hace lazo social. En el contexto de esa proximidad a la psicosis y del psicoanálisis con lo que del goce no se consume y es refractario a lo que se colectiviza socialmente, vale recordar que Freud, en su célebre texto sobre Schreber, ya afirmaba que la teoría psicoanalítica de la libido no era tan diferente de lo que ese psicótico presentaba en su delirio:

“Los ‘rayos divinos’ de Schreber, hechos de una condensación de rayos solares, fibras nerviosas y espermatozoides, no son otra cosa sino las inversiones libidinales concretamente representadas y proyectadas para fuera, y confieren a su delirio una espantosa concordancia con nuestra teoría (de la libido)” (FREUD, 1911/2010, p. 103). 

Para resaltar que tal proximidad, o concordancia, no implica una equivalencia y que la atracción de algunos psicóticos por el ejercicio de la práctica analítica no los exime de la libertad angustiante y perturbadora de encontrarse fuera del discurso (y mismo fuera, acrecentaría, del discurso analítico), considero oportuna la declaración hecha por Lacan  en la “Proposición” dedicada a discernir cómo se da el pasaje del analizante a analista: “retiren el Edipo, y el psicoanálisis en extensión (o sea: la práctica misma del psicoanálisis)… se vuelve enteramente sobre la jurisdicción del delirio del presidente Schreber” (1967/2001, p. 256). 

En esa declaración, Lacan no deja de hacer valer el complejo de Edipo como una función que separa la práctica analítica y el delirio psicótico, pero tal valoración tampoco lo impide cuestionar y criticar el amor incondicional a las referencias paternas. Así, en la clínica psicoanalítica, a diferencia de lo que pasa a los psicóticos (y sobre todo cuando ellos no están en un tratamiento analítico), la constatación de la impostura del padre, es decir, de que ley paterna puede tomar la forma de un “haga lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, implica que prescindir del padre no se hace efectivo sin que se pueda servirse de él.

El real de un efecto-sujeto

Considerando los dos “blades” envueltos en la “arena” psicoanalítica con las psicosis, yo me valgo de dos matemas. Del lado del psicótico, la localización del objeto a en su bolsillo me permitió inventar el matema S(a), en el cual el sujeto no dividido (S), por no ansiar al objeto a en el Otro, trae ese objeto consigo, pero como algo heterogéneo a sí mismo, conforme intenté marcar por los paréntesis que, a su vez, evocan la forma misma de un bolsillo. Del lado del analista, recorto la línea superior del discurso analítico, donde el objeto a, en el lugar de “agente”, como “causa del deseo” (LACAN, 1969-1970/1991, p. 122-123), incide sobre el sujeto dividido ($) localizado en el lugar del “otro” (LACAN, 1970/2001, p. 447): a —> $. En el caso de ese segundo matema, recortado del discurso del analista y aplicado por mí a las psicosis, es preciso hacer la advertencia de que un psicótico no es un sujeto dividido ($), o sea, un sujeto que, por sufrir la acción constitutiva y mortífera del significante, al mismo tiempo se encontraría y desaparecería en el intervalo entre un significante (S1) y otro significante (S2). Además, justifico este recorte por lo que Miller (1987-1988/1991, p. 40) cierta vez señaló en cuánto al modo como Lacan invirtió la perspectiva en la cual la alucinación es entendida, pasando a dar al perceptum, o sea, a lo que es percibido, “un alcance causal” con “efectos de división que recaen no sobre un percepiens”, sobre quién percibe en el sentido de tener un dominio sobre lo que es percibido y que ajustaría su percepción a la llamada realidad, “pero sobre un sujeto”. Por esa inversión lacaniana, en la alucinación psicótica, el objeto a, como “perceptum alucinatório” (MILLER, 1987-1988/1991, p. 40), incide sobre el sujeto que, pasivamente, “padece la alucinación como independiente de él” (MILLER, 1995). Así, un objeto como la mirada, o la voz, afecta al psicótico al punto de insultarlo, de invadirle la privacidad, no le confiere un lugar en el Otro, aplastándolo como sujeto (S) sin darle la chance de posicionarse en el mundo de esa forma incómoda (pero reconocible) que, en la neurosis, aparece como falta-en-ser ($). Sin embargo, tal aplastamiento del psicótico como sujeto no impide al psicoanálisis de orientación lacaniana apostar a que los psicóticos pueden testimoniar en cuanto a sus posiciones subjetivas.

Concebir el sujeto ($) como falta-en-ser es concebirlo como “efecto del significante” (MILLER, 1983a/1996, p. 156) no tomado por la alucinación, pero asolado por “eso habla, en el sentido de que eso habla de él… antes que él hable, antes que él llame o mismo que él grite”. Así, por los significantes del Otro, un sujeto viene a ser como falta-en-ser porque, aunque designado por esos significantes que lo hacen ser, tales significantes no son literalmente suyos y, por tanto, mismo que le sirvan para algún reconocimiento, no le son del todo concernientes. Por eso, el sujeto se divide en cuanto a lo que él es y ese contexto evoca la célebre formula lacaniana de que, antes de hablar, el hombre es hablado: hablan de un bebé, por ejemplo, antes mismo de efectivamente existir. En las psicosis, ese “eso habla de él” aparece de modo diferente y hasta más radical de lo que pasa en la neurosis, aunque no reserve para el sujeto ningún lugar en el Otro. Al final, esa habla irrumpe “de modo desagradable”, al punto de alcanzar el extremo de un “‘eso habla en él’” o, de modo todavía más aplastador, como nos va a mostrar el “sujeto de la llamada esquizofrenia” que “‘eso no habla de él ’” y, así, en vez de un hablado constitutivo y proveniente del Otro, tendremos la presencia de un real aniquilador, configurándose la esquizofrenia como “la subjetivación de un puro real” (MILLER, 1983a/1996, p. 157). 

En este contexto, “la elección de la psicosis” y— es importante esa advertencia hecha por Miller (1983a/1996, p. 157) — “no” de “quien la hace”, es esa “elección impensable de un sujeto que hace objeción a la falta en ser que lo constituye en el lenguaje”. En la psicosis, tenemos una elección contraria a la alienación a los significantes del Otro y, así, la dimensión herética de esa elección es más decidida que aquella sustentada en las neurosis y en las perversiones. Pero la advertencia hecha por Miller entre esa elección y quien la afirma es esclarecedora porque, para quien hace la elección de la psicosis, mismo que implique una objeción a la constitución subjetiva en el lenguaje, no hay propiamente un consentimiento en cuanto al no-lugar del cual se padece con relación al Otro. 

A mi modo de ver, el sostenimiento de un tratamiento posible de las psicosis tiene, en el no-consentimiento a ese no-lugar destinado al sujeto en la elección de la psicosis, una oportunidad decisiva: es en ese no-consentimiento, mismo cuando se coloca de modo muy sutil, que encontraremos vestigios del psicótico como un sujeto, mismo que se trate de un sujeto no dividido por los significantes del Otro que, por su parte, no le reserva ningún lugar en el mundo. 

La clínica de las psicosis pautada por la orientación lacaniana da lugar al psicótico como sujeto contraponiéndose, por ejemplo, tanto a la tendencia de los paranoicos de colocarse como “causa de un deseo infinito”, como a la entrega esquizofrénica “al delirio del des-ser” (MILLER, 1983a/1996, p. 160) y, así, esta hace frente al aniquilamiento subjetivo activado por el objeto a que los psicóticos traen consigo, en el bolsillo. Cuando la libertad implicada en ese modo de llevar en el cuerpo la heterogeneidad de ese objeto toma una dimensión insoportable, la herejía de la interpretación sustentada por los psicóticos ofrece alguna abertura para dar lugar a la herejía de la interpretación analítica.

En la búsqueda de alguna subjetivación frente al peso aniquilador del objeto a, es importante recordar que el discurso universitario es también atrayente para muchos psicóticos porque cabe a ese discurso “producir un sujeto [$]… a partir de un desecho (a), por vías de un saber (S2)” (MILLER, 1983a/1996, p. 156) separado de lo que lo determina (S1):

S2 ——> a

S1     $  

Además, la operación promovida por el discurso universitario puede no ser la mejor en algunos casos de psicosis porque el sujeto que en él es producido, además de ser barrado, dividido y mortificado, se encuentra en el lugar a la derecha e inferior designado por Lacan como “producción” (1969-1970/1991, p. 106 e 1970/2001, p. 447), pero también como “pérdida”. Así, para alguien identificado al objeto a al punto de anularse subjetivamente, ¿Cuál sería el punto de ser la producción y hacer valer un discurso que, sin embargo, lo coloca a perder, lo descarta y lo segrega justamente como sujeto ($)?  

Para los psicóticos, la posición subjetiva promovida en el discurso universitario, aunque ni siempre de modo tan avasallador como en una alucinación o en un delirio, puede no reservarles anulaciones muy diferentes de aquellas de ser causa de un deseo infinito siempre avasallador (paranoia) o de una desrealización del des-ser (esquizofrenia). De ahí, la importancia de otro matema presentado por Miller (1983a/1996, p. 160) al final de un texto que, en el propio título, indaga —“¿Producir el sujeto?”:

  a ↓

$


Ese matema es un recorte del lado derecho del discurso universitario, pero Miller (1983a/1966, p. 160) me parece diferenciarlo de lo que sucede en ese discurso al insertar esa flecha (↓) que hace al objeto a incidir sobre el sujeto ($), en vez de simplemente segregarlo y aislarlo, sobre la barra (__), en el lugar de la producción-pérdida. 

Marcar así, en la psicosis, la incidencia del objeto a sobre el sujeto es reiterar el esfuerzo de Lacan para “hacer de la psicosis una cuestión de sujeto” porque “el sujeto tiene que contentarse con lo que lo determina” (MILLER, 1983b/1991, p. 164) y, para los psicóticos, esa determinación viene del objeto a que, no sin incomodidad y angustia, o sea, no sin alguna señal de efecto-sujeto, lo traen en el bolsillo. En ese contexto, valga recordar que Lacan (1955-1956/1981, p. 330), en el Seminario III y, por tanto, mucho antes de formular el objeto a, ya enseñaba que, en la ausencia de esa “gran-ruta” pavimentada como el propio gran Otro, “ahí donde el significante no funciona” como guía, “la función de las alucinaciones auditivas verbales”, esto es, de lo que se impone como objeto a, puede ser la de “letreros”, “carteles de señalización” y, por tanto, de determinaciones para los psicóticos orientarse en sus caminos off road . 

La incidencia de a sobre el sujeto, tal como la modula la orientación lacaniana del tratamiento posible de las psicosis, podrá dar lugar, acoger, modular y cernir lo que yo llamaría , entonces, de él real de un efecto-sujeto.


Fantasía éclatée (explotada)

En las neurosis y, con sus diferencias singulares, también en las perversiones, el sujeto ($) procura compensar su falta-en-ser con el objeto a que, por condensar la libido, le hace a veces de ser, pero un ser que no le deja escapar debido a su procedencia, su extracción, del campo del Otro y, por tanto, de su alienación en cuanto al sujeto. Es lo que Lacan formalizó con el matema del fantasma $ <> a — se busca compensar la falta-en-ser ($) con el objeto a que, como condensador de goce, es decir, de satisfacción pulsional, haciendo de ser, aparece como si fuese ser, parece-ser. 

A su vez, si, para los psicóticos, el objeto a se encuentra en el  bolsillo — S(a) —, es porque este objeto no fue extraído del campo del Otro. Esa no-extracción lo impide de presentarse propiamente como condensador de goce y, así, en las psicosis, el objeto a prolifera, por ejemplo, bajo la forma de voces, miradas, desechos o, incluso, en lo que se acumula, se corta, se expulsa sin que se consiga propiamente hacerlo salir o, también, en lo que, cuando sale, tiene una evasión difícil de manejar. Esa proliferación explosiva de objetos a, mismo cuando consideramos su función de “letreros” y “carteles de señalización”, expone los cuerpos de los psicóticos a la desmedida, además de someterlos a terribles laceraciones subjetivas porque, en las psicosis, en vez de concentración, hay “transporte” del objeto a a un “punto en el infinito” (MILLER, 1983a/1991, p. 153) en el cual el sujeto ni siempre consigue situarse, encontrarse.

No es inusual y, en nuestros días, ha sido hasta frecuente, que los psicóticos busquen valerse de alguna composición que, al hacer por momentos de fantasma, pueda hacer lastre al goce que, de modo proliferante y perturbador, les toma los cuerpos hasta el punto de — negándoles cualquier apropiación — nunca estar donde se intenta alcanzarlo. Se busca, entonces, alcanzar el cuerpo para hacerlo una suerte de acontecimiento  y permitir al sujeto, si no una adherencia al cuerpo, ciertamente algún tipo de hilván por el cual le sea viable conectarse al propio cuerpo, dedicarle algún cuidado, alguna inversión, incluso después de imponerle desgastes muchas veces atroces y que anulan todavía más cualquier tipo de subjetivación. Por eso, a la proliferación del objeto a que les lacera los cuerpos por no pegarse al “bolsillo” que los carga, muchos psicóticos contraponen una multiplicación de cortes por los cuerpos; una procrastinación por la cual la negación para realizar cualquier acto les “catatoniza” infinitamente la vida; un uso indiscriminado de drogas; una incesante deambulación sexual o, al contrario, una negación — no menos insistente — de lo que les podría convocar la sexualidad; una adhesión a un enjambre de palabras-de-orden o protocolos que les atraen con las posibilidades de presentarse como “mujer”, “hombre”, “realizado(a) profesionalmente”, etc. 

Se intenta componer un fantasma como respuesta a la anulación experimentada con relación a un lugar en el Otro y que podría acoger (como pasa en las neurosis y perversiones), siempre por los pelos, el sujeto. 

Al final, me parece  que muchos psicóticos — incluso por  sentirse más consonantes con el fuera-de-orden que caracteriza el mundo contemporáneo — saben cuánto el fantasma es un aparato que organiza el goce y promueve esa identificación por la cual un sujeto consigue, como nos elucida Miller (2010, p. 14), “encontrar su lugar en una de las muchas rutinas de las cuales la organización social está hecha y que tiene como propiedad estabilizar la relación del significante y del significado, la relación del sujeto con las grandes significaciones humanas”, “su inscripción bajo un significante amo”, pero también “una identificación del goce en el lugar del Otro”. Por el fantasma, un sujeto pretende mantenerse, por mínimamente que sea, frente a la perturbación oscura que el goce impone a los cuerpos. El problema es que, en las psicosis, ese rescate del ser por la vía del objeto a, ese tratamiento de lo real del goce por la vía del semblante, tiene su impostura mucho más intensa y rápidamente experimentada y denunciada. Por eso, incluso habiendo una emulación del fantasma en las psicosis (y sobre todo cuando esto se da sin las “alianzas” que los psicóticos pueden encontrar en los analistas), la “construcción” o el “funcionamiento”  del  fantasma para esos sujetos se procesa siempre de un modo para el cual no encuentro palabra mejor que la francesa éclatée. Es un fantasma éclaté no apenas porque es explosivo al punto de destrozar al sujeto y todo lo que esto implica, sino también porque los fragmentos (éclats) provocados por la explosión comportan toda una dimensión de brillo (éclat) por la cual un sujeto, mismo destrozado por tal explosión mortífera, insiste en hacerse enredar.

La herejía que sustentamos, entonces, en la clínica de las psicosis, como analistas de la orientación lacaniana, es la de encontrar o incluso montar, con cada psicótico que atendemos, otros enredos posibles, en los cuales alguna subjetivación se procese, y con alguna conjugación del cuerpo. El hilván al propio cuerpo no me deja de evocar la costura que Peter Pan precisaba realizar para atar su cuerpo a su sombra, pero, en el caso de las psicosis, se trata mucho más de hacer del cuerpo una sombra que — por la sutileza cambiante propia de las sombras y diferente de aquella del objeto que aplasta al sujeto  — dé lugar a alguna subjetivación capaz de servir de compañía a la soledad que el goce no lastrado les impone en la vida. En ese contexto, es preciosa la indicación hecha por Miller (2010, p. 15): “se trata de resaltar del goce una parcela que pueda hacer de objeto, y de principio de una narración, de un guión — como el guión del fantasma —, de un storytelling”, al modo “de una leyenda, de lo que Lacan llamaba de un ‘mito individual’”, o sea, de una historia que se cuenta incluso sin los obstáculos de esa “pesadilla” que Joyce (1922/1986, p. 28) llamó “historia”.

Ahora, en la expresión mito individual, Lacan (1952/2007) quiso conjugar lo que se toma generalmente como colectivo, es decir, el mito, y lo que concierne, de modo más específico, al indivíduo, que no siempre está propiamente contemplado por los procesos de colectivización. Podemos tomar esta expresión, entonces, como un oxímoron, o sea, una conjugación paradojal de palabras cuyos sentidos son literalmente opuestos y contradictorios. 

Si, en las psicosis, tenemos contraposiciones heréticas a lo que se presenta como colectivo o, también, un uso muchas veces muy idiosincrático (y no menos herético) del colectivo, es oportuno que el tratamiento analítico se presente como un proceso en el cual un mito individual pueda ser inventado, explorado y narrado. 

Al final, si el discurso, según Lacan, hace lazo social en la medida en que conjuga elementos heterogéneos, enredando la dimensión significante (S1, S2 y $) con aquella del goce (a), no me parece posible decir que un mito individual dé lugar, necesariamente, a una vía discursiva, pero su dimensión de oxímoron no deja de contemplar la conjugación de los mismos elementos heterogéneos que componen los discursos.

Destaco que, a mi modo de ver, el montaje de un mito individual no se hace por el encadenamiento de un significante (S1) a otro (S2) para responder a la perplejidad que el goce impone al cuerpo y que se puede condensar en el objeto a. 

Considero que esa tentativa de encadenamiento significante es mucho más lo que encontramos en el delirio psicótico. Por tanto, si el emparejamiento S1-S2 no da lugar por sí solo al montaje de un mito individual, es porque este nos convoca a otro tipo de par ordenado: (S1, a), en el que se conjugan un significante que, mismo no siendo fundamental como el Nombre-del-Padre, promueve  algún  ordenamiento (S1) y lo que, se localiza en cuanto a la dimensión del goce (a), da chances a lo que llamé de el real de un efecto-sujeto. ¿Por qué es posible contar una historia — formular un mito individual — con un par ordenado en el cual un significante determinante (S1), en vez de convocar a otro, se conjuga con un objeto que es referencia de goce (a)? Para responder a esta cuestión, me valgo de la siguiente formulación de Laurent (2005, p. 18): “la propia lengua significantiza el goce, transformándolo en pedazos de goce, tal como el objeto a que es elemento de goce, aunque al mismo tiempo se comporta como una letra” y “puede entrar en cadena”, hacer “série… ser sustituible, … estar en el lugar de causa”. Luego, el montaje de un mito individual se hace con elementos significantes determinantes para el sujeto y con lo que le puede ser reducido como una marca que, al modo de una letra, referencia el goce que le toma el cuerpo al punto de impedir a ese cuerpo de efectivamente producirse, pero que — por la conjugación  (S1, a) — puede dar lugar a un acontecimiento de cuerpo en el cual también podemos localizar el real de un efecto-sujeto.

Encuentro, en la cuarta lección del Seminario III de Lacan (1955-1956/1981, p. 55-68), un ejemplo clínico conciso y esclarecedor de como la conjugación relativa al par ordenado (S1, a) puede tanto ser lastre de un goce que se impone de modo invasivo como redimensionar la disrupción provocada por un significante insultante. Es importante prestar atención al modo como Lacan, en ese contexto, se aproxima a la paciente y le extrae lo que, al principio, parecía no tener lugar alguno. Esa forma de aproximación, aunque circunscrita a la brevedad de una única entrevista, no deja de evocar, a mi parecer, cómo la transferencia y el tiempo pueden ser factores decisivos para que un mito individual, mismo como un esbozo inicial, pueda ser montado. 

Se trata del conocido relato de una “presentación de enfermos” en la cual Lacan (1955-1956/1981, p. 59) tuvo contacto con una psicótica que padecía de una “cadena de interpretaciones… de la cual ella se sentía víctima” incluso porque tenía muchas referencias en cuanto a ella ser “una mujer encantadora y amada por todos”. Después de enfrentar algunas dificultades para abordar a la paciente, Lacan (1955-1956/1981, p. 59) — por haber mostrado, en ese encuentro, a mi modo de ver, su disposición a escucharla — se aproxima “al centro de lo que allí estaba manifiestamente presente” porque ella le confía lo siguiente: “un día, en el pasillo, en el momento en que salía de su casa, tuvo que vérselas con una especie de maleducado, hecho que no tenía por qué asombrarla”, ya que se trataba del “malvado hombre casado que era el amante regular de una de sus vecinas de vida fácil”.

Ahora, fue justamente ese hombre que, al cruzarse en el pasillo, la había insultado con “una palabrota” que ella no se disponía ni siquiera a repetirla para Lacan (1955-1956/1981, p. 59) en función  de lo mucho  que eso “la despreciaba”. Resalto que, sensible a lo que esa indisposición de la paciente presenta como una especie de vestigio de una posición de sujeto, tampoco Lacan (1955-1956/1981, p. 59) insiste para que ella le diga cual era la palabrota que, más adelante, se revela como siendo “¡Marrana!”. Esa disponibilidad de Lacan, su “docilidad” (como él mismo dice) frente a la indisponibilidad de la paciente es, por tanto, decisiva para el modo como ella se desloca de la condición de objeto (a) de un insulto (S1) que, por victimizarla, no le daba ningún lugar como sujeto, y pasa a experimentar lo que llamé de real de un efecto-sujeto, no sin antes ceder, a quien la entrevistaba, la marca misma de un goce que, diferente del que la segregaba como insultada, también le tomaba el cuerpo, pero de forma sutil y de la cual ella no dejaba de tener alguna participación activa. Vale aquí citar, más una vez, al propio Lacan (1955-1956/1981, p. 59):

“Cierta suavidad mía al acercarme a ella había hecho que, luego de cinco minutos de entrevista, estuviésemos en buenos términos, y me confiesa entonces, con una risa de concesión, que al respecto ella no era totalmente inocente, porque ella también había dicho algo al pasar”.

Diferente de la posición de “insultada” (y que no le daba ningún lugar como sujeto), localizo en la risa de concesión manifestada en transferencia por la paciente otro modo de experimentar como el goce, no sin la dimensión significante, le impacta el cuerpo. Al mismo tiempo, lo que ella dice después a Lacan le permite también destacar un S1, de un significante determinante y ordenador, pero que, diferente de aquel del insulto, no deja de iterar en una modalización que, en vez de segregarla como sujeto, la incluye. Al final, esa “alguna cosa” que ella había dicho al pasar por tal “despreciable hombre casado” y “amante de la vecina”, Lacan (1955-1956/1981, p. 59) se nos presenta con los siguientes términos: “esa alguna cosa, ella la confiesa más fácilmente que lo que escuchó”, o sea, que la palabrota-alucinatoria ¡Marrana!, “y es esto: vengo del ‘fiambrero’ ”. Así, a la trama de interpretaciones enfatizada a partir de un insulto escuchado de forma alucinatoria y que segregaba a la paciente (S1-S2, a), la docilidad herética de Lacan le permite contraponer el par ordenado (S1, a), que hace para ella  por momentos de un mito individual. 

Subrayo, en esa contraposición, cuánto ese par ordenado (S1, a) — diferente de la trama interpretativa S1-S2, a — articula significante y goce fuera de la vertiente del sentido, porque, como elucida Miller (1987/2006, p. 111), “el S1, cuando está separado de S2, aparece como sin sentido, y el objeto obtiene su posición por estar fuera de sentido”. Al final, una historia del tipo nonsense es contada cuando la propia paciente acaba confesando que no es del todo inocente en cuanto a lo que había escuchado, pero no porque habría provocado el insulto al considerar “despreciable” (o mismo “un marrano”) a aquel que la habría maldecido de “marrana”. Destacando todavía más lo que se presenta como fuera de sentido, tenemos la risa proveniente de la confesión de que, al pasar junto al tal amante de la vecina, ella misma habría dicho que venía del fiambrero y, por ese acontecimiento de cuerpo, después de tomar distancia de su posición inocente sin tener que  fijarse a la de víctima, la oscuridad del goce se presenta no por la vertiente segregativa y nefasta del insulto, si no por esa parte de la historia que la paciente —hasta ser escuchada por un analista — parecía negarse, ella misma, a contar, escuchar y hasta gozar. 

Traducción : Ana Ibáñez 


Referencias

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